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JURISPRUDENCIA

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mayo  18, 2024

(5411) 4371-2806

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PROTECCIÓN ESPECIAL DEL NIÑO. Interés superior del niño. Principio de especialidad. Determinación de la sanción penal juvenil. Principio de proporcionalidad de la pena. Sanción privativa de la libertad. Prisión y reclusión perpetua. Torturas. Trato cruel e inhumano. Atención médica. Deber de investigar. Derecho al recurso. Derecho de defensa. Notificación personal. Deber de adoptar disposiciones de Derecho interno.

En primer lugar, la Corte estima pertinente reiterar que se entiende por “niño” a toda persona que no ha cumplido 18 años de edad, salvo que la ley interna aplicable disponga una edad distinta para estos efectos (supra párr. 67). Asimismo, que los niños poseen los derechos que corresponden a todos los seres humanos y, además, tienen “derechos especiales derivados de su condición, a los que corresponden deberes específicos de la familia, la sociedad y el Estado”.

Los niños y las niñas son titulares de todos los derechos establecidos en la Convención Americana, además de contar con las medidas especiales de protección contempladas en el artículo 19 de ese instrumento, las cuales deben ser definidas según las circunstancias particulares de cada caso concreto. La adopción de medidas especiales para la protección del niño corresponde tanto al Estado como a la familia, la comunidad y la sociedad a la que aquel pertenece.

Por otra parte, toda decisión estatal, social o familiar que involucre alguna limitación al ejercicio de cualquier derecho de un niño o una niña, debe tomar en cuenta el principio del interés superior del niño y ajustarse rigurosamente a las disposiciones que rigen esta materia. Respecto del interés superior del niño, la Corte reitera que este principio regulador de la normativa de los derechos del niño se funda en la dignidad misma del ser humano, en las características propias de las niñas y los niños, y en la necesidad de propiciar el desarrollo de éstos, con pleno aprovechamiento de sus potencialidades, así como en la naturaleza y alcances de la Convención sobre los Derechos del Niño. Así, este principio se reitera y desarrolla en el artículo 3 de la Convención sobre los Derechos del Niño, que dispone: “1. En todas las medidas concernientes a los niños que tomen las instituciones públicas o privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos, una consideración primordial a que se atenderá será el interés superior del niño”.

La Convención sobre los Derechos del Niño alude al interés superior de éste (artículos 3, 9, 18, 20, 21, 37 y 40) como punto de referencia para asegurar la efectiva realización de todos los derechos contemplados en ese instrumento, cuya observancia permitirá al sujeto el más amplio desenvolvimiento de sus potencialidades. A este criterio han de ceñirse las acciones del Estado y de la sociedad en lo que respecta a la protección de los niños y a la promoción y preservación de sus derechos. Al respecto, a partir de la consideración del interés superior del niño como principio interpretativo dirigido a garantizar la máxima satisfacción de los derechos del niño, en contra partida, también debe servir para asegurar la mínima restricción de tales derechos. Además, la Corte reitera que los niños y las niñas ejercen sus derechos de manera progresiva a medida que desarrollan un mayor nivel de autonomía personal. En consecuencia, el aplicador del derecho, sea en el ámbito administrativo o en el judicial, deberá tomar en consideración las condiciones específicas del menor de edad y su interés superior para acordar la participación de éste, según corresponda, en la determinación de sus derechos. En esta ponderación se procurará el mayor acceso del menor de edad, en la medida de lo posible, al examen de su propio caso. Por lo tanto, los principios del interés superior del niño, de autonomía progresiva y de participación tienen una relevancia particular en el diseño y operación de un sistema de responsabilidad penal juvenil.

Tratándose del debido proceso y garantías, esta Corte ha señalado que los Estados tienen la obligación de reconocer y respetar los derechos y libertades de la persona humana, así como proteger y asegurar su ejercicio a través de las respectivas garantías (artículo 1.1), medios idóneos para que aquéllos sean efectivos en toda circunstancia, tanto el corpus iuris de derechos y libertades como las garantías de éstos, son conceptos inseparables del sistema de valores y principios característico de la sociedad democrática. Entre estos valores fundamentales figura la salvaguarda de los niños, tanto por su condición de seres humanos y la dignidad inherente a éstos, como por la situación especial en que se encuentran. En razón de su nivel de desarrollo y vulnerabilidad, requieren protección que garantice el ejercicio de sus derechos dentro de la familia, de la sociedad y con respecto al Estado. Estas consideraciones se deben proyectar sobre la regulación de los procesos, judiciales o administrativos, en los que se resuelva acerca de derechos de los niños y, en su caso, de las personas bajo cuya potestad o tutela se hallan aquéllos.

Si bien los niños cuentan con los mismos derechos humanos que los adultos durante los procesos, la forma en que ejercen tales derechos varía en función de su nivel de desarrollo. Por lo tanto, es indispensable reconocer y respetar las diferencias de trato que corresponden a diferencias de situación, entre quienes participan en un proceso. Lo anterior corresponde al principio de trato diferenciado que, aplicado en el ámbito penal, implica que las diferencias de los niños y los adultos, tanto por lo que respecta a “su desarrollo físico y psicológico, como por sus necesidades emocionales y educativas”, sean tomadas en cuenta para la existencia de un sistema separado de justicia penal juvenil.

En definitiva, si bien los derechos procesales y sus correlativas garantías son aplicables a todas las personas, en el caso de los niños el ejercicio de aquéllos supone, por las condiciones especiales en las que se encuentran los niños, la adopción de ciertas medidas específicas con el propósito de que gocen efectivamente de dichos derechos y garantías. En tal sentido, el artículo 5.5. de la Convención Americana señala que, “[c]uando los menores puedan ser procesados, deben ser separados de los adultos y llevados ante tribunales especializados, con la mayor celeridad posible, para su tratamiento”. Por lo tanto, conforme al principio de especialización, se requiere el establecimiento de un sistema de justicia especializado en todas las fases del proceso y durante la ejecución de las medidas o sanciones que, eventualmente, se apliquen a los menores de edad que hayan cometido delitos y que, conforme a la legislación interna, sean imputables. Ello involucra tanto a la legislación o marco jurídico como a las instituciones y actores estatales especializados en justicia penal juvenil. Sin embargo, también implica la aplicación de los derechos y principios jurídicos especiales que protegen los derechos de los niños imputados de un delito o ya condenados por el mismo.

Por otro lado, la regla 5.1 de las Reglas mínimas de las Naciones Unidas para la administración de la justicia de menores (Reglas de Beijing) establece que “[e]l sistema de justicia de menores hará hincapié en el bienestar de éstos y garantizará que cualquier respuesta a los menores delincuentes será en todo momento proporcionada a las circunstancias del delincuente y del delito”. Como ya se señaló (…) una consecuencia evidente de la pertinencia de atender en forma diferenciada, especializada y proporcional las cuestiones referentes a los niños, y particularmente, las relacionadas con la conducta ilícita, es el establecimiento de órganos jurisdiccionales especializados para el conocimiento de conductas penalmente típicas atribuidas a aquéllos. Sobre esta importante materia se proyecta lo que antes se dijo a propósito de la edad requerida para que una persona sea considerada como niño conforme al criterio predominante en el plano internacional. Consecuentemente, los menores de 18 años a quienes se atribuya la comisión de conductas previstas como delictuosas por la ley penal, en caso de que no sea posible evitar la intervención judicial, deberán quedar sujetos, para los fines del conocimiento respectivo y la adopción de las medidas pertinentes, sólo a órganos jurisdiccionales específicos distintos de los correspondientes a los mayores de edad.

Asimismo, la Corte resalta que, de conformidad con los artículos 19, 17, 1.1 y 2 de la Convención, el Estado está obligado a garantizar, a través de la adopción de las medidas legislativas o de otro carácter que sean necesarias, la protección del niño por parte de la familia, de la sociedad y del mismo Estado. Al respecto, este Tribunal ha reconocido el papel fundamental de la familia para el desarrollo del niño y el ejercicio de sus derechos. De este modo, la Corte considera que, a fin de cumplir con dichas obligaciones, en materia de justicia penal juvenil, los Estados deben contar con un marco legal y políticas públicas adecuados que se ajusten a los estándares internacionales señalados anteriormente (…), y que implementen un conjunto de medidas destinadas a la prevención de la delincuencia juvenil a través de programas y servicios que favorezcan el desarrollo integral de los niños, niñas y adolescentes. En este sentido, los Estados deberán, entre otros, difundir los estándares internacionales sobre los derechos del niño y brindar apoyo a los niños, niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad, así como a sus familias.

En relación con el tema específico planteado en el presente caso, directamente relacionado con la imposición de sanción penal a niños, la Convención Americana no incluye un listado de medidas punitivas que los Estados pueden imponer cuando los niños han cometido delitos. No obstante, es pertinente señalar que, para la determinación de las consecuencias jurídicas del delito cuando ha sido cometido por un niño, opera de manera relevante el principio de proporcionalidad. Conforme a este principio debe existir un equilibrio entre la reacción penal y sus presupuestos, tanto en la individualización de la pena como en su aplicación judicial. Por lo tanto, el principio de proporcionalidad implica que cualquier respuesta a los niños que hayan cometido un ilícito penal será en todo momento ajustada a sus circunstancias como menores de edad y al delito, privilegiando su reintegración a su familia y/o sociedad.

El artículo 7.3 de la Convención establece que “[n]adie puede ser sometido a detención o encarcelamiento arbitrarios”. La Corte ha establecido en otras oportunidades que “nadie puede ser sometido a detención o encarcelamiento por causas y métodos que –aún calificados de legales – puedan reputarse como incompatibles con el respeto a los derechos fundamentales del individuo por ser, entre otras cosas, irrazonables, imprevisibles, o faltos de proporcionalidad. Asimismo, el artículo 37.b) de la Convención sobre los Derechos del Niño dispone que los Estados deben velar por que “[n]ingún niño sea privado de su libertad ilegal o arbitrariamente”. Todo lo anterior implica que si los jueces deciden que es necesaria la aplicación de una sanción penal, y si ésta es privativa de la libertad, aun estando prevista por la ley, su aplicación puede ser arbitraria si no se consideran los principios básicos que rigen esta materia.

Por lo que respecta particularmente a medidas o penas privativas de la libertad de los niños, aplican especialmente los siguientes principios: 1) de ultima ratio y de máxima brevedad, que en los términos del artículo 37.b) de la Convención sobre los Derechos del Niño, significa que “[l]a detención, el encarcelamiento o la prisión de un niño […] se utilizará tan sólo como medida de último recurso y durante el período más breve que proceda”, 2) de delimitación temporal desde el momento de su imposición, particularmente relacionado con los primeros, pues si la privación de la libertad debe ser excepcional y lo más breve posible, ello implica que las penas privativas de libertad cuya duración sea indeterminada o que impliquen la privación de dicho derecho de forma absoluta no deben ser aplicadas a los niños, y 3) la revisión periódica de las medidas de privación de libertad de los niños. Al respecto, si las circunstancias han cambiado y ya no es necesaria su reclusión, es deber de los Estados poner a los niños en libertad, aun cuando no hayan cumplido la pena establecida en cada caso concreto. A estos efectos, los Estados deben establecer en su legislación programas de libertad anticipada. Sobre este punto, el Comité de los Derechos del Niño, con base en el artículo 25 de la Convención sobre los Derechos del Niño, que prevé la revisión periódica de las medidas que implican la privación de libertad, ha establecido que “la posibilidad de la puesta en libertad deberá ser realista y objeto de examen periódico”.

Con base en lo anterior, y a la luz del interés superior del niño como principio interpretativo dirigido a garantizar la máxima satisfacción de sus derechos (…), la prisión y reclusión perpetuas de niños son incompatibles con el artículo 7.3 de la Convención Americana, pues no son sanciones excepcionales, no implican la privación de la libertad por el menor tiempo posible ni por un plazo determinado desde el momento de su imposición, ni permiten la revisión periódica de la necesidad de la privación de la libertad de los niños.

La Convención Americana sobre Derechos Humanos no hace referencia a la prisión o reclusión perpetuas. No obstante, el Tribunal destaca que, de conformidad con el artículo 5.6 de la Convención Americana, “[l]as penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados”. En ese sentido, la Convención sobre los Derechos del Niño prevé que, cuando un niño haya sido declarado culpable por la comisión de un delito, tiene derecho a “ser tratado de manera acorde con el fomento de su sentido de la dignidad y el valor, que fortalezca el respeto del niño por los derechos humanos y las libertades fundamentales de terceros y en la que se tengan en cuenta la edad del niño y la importancia de promover la reintegración del niño y de que éste asuma una función constructiva en la sociedad”. En este sentido, la medida que deba dictarse como consecuencia de la comisión de un delito debe tener como finalidad la reintegración del niño a la sociedad. Por lo tanto, la proporcionalidad de la pena guarda estrecha relación con la finalidad de la misma.

Con base en lo anterior, de conformidad con el artículo 5.6 de la Convención Americana, el Tribunal considera que la prisión y reclusión perpetuas, por su propia naturaleza, no cumplen con la finalidad de la reintegración social de los niños. Antes bien, este tipo de penas implican la máxima exclusión del niño de la sociedad, de tal manera que operan en un sentido meramente retributivo, pues las expectativas de resocialización se anulan a su grado mayor. Por lo tanto, dichas penas no son proporcionales con la finalidad de la sanción penal a niños.

Este Tribunal destaca que el artículo 5.2 de la Convención Americana dispone que “[n]adie debe ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. Toda persona privada de libertad será tratada con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano”. En ese tenor, el artículo 37.a) de la Convención sobre los Derechos del Niño establece que los Estados velarán por que “[n]ingún niño sea sometido a torturas ni a otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes”. La Corte destaca que, enseguida, este artículo contempla que “[n]o se impondrá la pena […] de prisión perpetua sin posibilidad de excarcelación por delitos cometidos por menores de 18 años de edad”, con lo cual, ese instrumento internacional muestra una clara conexión entre ambas prohibiciones.

Este Tribunal ha establecido que la tortura y las penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes están estrictamente prohibidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. La prohibición de la tortura y las penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes es absoluta e inderogable, aun en las circunstancias más difíciles, tales como guerra, amenaza de guerra, lucha contra el terrorismo y cualesquiera otros delitos, estado de sitio o de emergencia, conmoción o conflicto interior, suspensión de garantías constitucionales, inestabilidad política interna u otras emergencias o calamidades públicas. Además, la Corte ha señalado que las sanciones penales son una expresión de la potestad punitiva del Estado e “implican menoscabo, privación o alteración de los derechos de las personas, como consecuencia de una conducta ilícita”.

En el ámbito del derecho internacional de los derechos humanos, la mayoría de los tratados en la materia sólo establecen, mediante fórmulas más o menos similares, que “nadie debe ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. Sin embargo, el carácter dinámico de la interpretación y aplicación de esta rama del derecho internacional ha permitido desprender una exigencia de proporcionalidad de normas que no hacen ninguna mención expresa de dicho elemento. La preocupación inicial en esta materia, centrada en la prohibición de la tortura como forma de persecución y castigo, así como la de otros tratos crueles, inhumanos y degradantes, ha ido extendiéndose a otros campos, entre ellos, los de las sanciones estatales frente a la comisión de delitos. Los castigos corporales, la pena de muerte y la prisión perpetua son las principales sanciones que son motivo de preocupación desde el punto de vista del derecho internacional de los derechos humanos. Por lo tanto, este ámbito no sólo atiende a los modos de penar, sino también a la proporcionalidad de las penas, como ya se señaló en esta Sentencia (…). Por ello, las penas consideradas radicalmente desproporcionadas, así como aquellas que pueden calificarse de atroces en sí mismas, se encuentran bajo el ámbito de aplicación de las cláusulas que contienen la prohibición de la tortura y los tratos crueles, inhumanos y degradantes. Al respecto, la Corte observa que, en la sentencia de los casos Harkins y Edwards Vs. Reino Unido, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en adelante, “el Tribunal Europeo”) estableció que la imposición de una pena que adolece de grave desproporcionalidad puede constituir un trato cruel y, por lo tanto, puede vulnerar el artículo 3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, que corresponde al artículo 5 de la Convención Americana.

Anteriormente (…) ya se indicó que el artículo 13 del Código Penal de la Nación aplicable al presente caso señala que las personas condenadas a prisión y reclusión perpetuas pueden obtener la libertad una vez que hubieren cumplido veinte años de condena, “por resolución judicial previo informe de la dirección del establecimiento bajo las siguientes condiciones […]” (…). La Corte ya determinó que este plazo fijo impide el análisis de las circunstancias particulares de cada niño y su progreso que, eventualmente, le permita obtener la libertad anticipada en cualquier momento (…). En concreto, no permite una revisión periódica constante de la necesidad de mantener a la persona privada de la libertad. Además, en esta Sentencia también ya se estableció que la imposición de las penas de prisión y reclusión perpetuas por delitos cometidos siendo menores de 18 años no consideró los principios especiales aplicables tratándose de los derechos de los niños, entre ellos, los de la privación de la libertad como medida de último recurso y durante el período más breve que proceda. La Corte estableció, además, que la prisión perpetua a menores no cumple con el fin de la reintegración social previsto por el artículo 5.6 de la Convención (…). En suma, este Tribunal estimó que la prisión y reclusión perpetuas no son proporcionales con la finalidad de la sanción penal a menores.

Al respecto, el Tribunal considera pertinente recordar que toda limitación a la libertad física de la persona, así sea una detención con fines tutelares, debe ajustarse estrictamente a lo que la Convención Americana y la legislación interna establezcan al efecto, siempre y cuando ésta sea compatible con la Convención. Al respecto, cabe señalar que las Reglas de las Naciones Unidas para la protección de los menores privados de libertad establecen que, “[p]or privación de libertad se entiende toda forma de detención o encarcelamiento, así como el internamiento en un establecimiento público o privado del que no se permita salir al menor [de edad] por su propia voluntad, por orden de cualquier autoridad judicial, administrativa u otra autoridad pública”.

Así, la Corte recuerda que, frente a personas privadas de libertad, el Estado se encuentra en una posición especial de garante, toda vez que las autoridades penitenciarias ejercen un fuerte control o dominio sobre las personas que se encuentran sujetas a su custodia, más aún si se trata de niños. De este modo, se produce una relación e interacción especial de sujeción entre la persona privada de libertad y el Estado, caracterizada por la particular intensidad con que el Estado puede regular sus derechos y obligaciones y por las circunstancias propias del encierro, en donde al recluso se le impide satisfacer por cuenta propia una serie de necesidades básicas que son esenciales para el desarrollo de una vida digna.

Esta Corte ha establecido que el Estado tiene el deber, como garante de la salud de las personas bajo su custodia, de proporcionar a los detenidos revisión médica regular y atención y tratamiento médicos adecuados cuando así se requiera. Al respecto, la Corte recuerda que numerosas decisiones de organismos internacionales invocan las Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos a fin de interpretar el contenido del derecho de las personas privadas de la libertad a un trato digno y humano. En cuanto a los servicios médicos que se les deben prestar, dichas Reglas señalan, inter alia, que “[e]l médico deberá examinar a cada recluso tan pronto sea posible después de su ingreso y ulteriormente tan a menudo como sea necesario, en particular para determinar la existencia de una enfermedad física o mental, [y] tomar en su caso las medidas necesarias”. Por su parte, el Principio 24 del Conjunto de Principios para la protección de todas las personas sometidas a cualquier forma de detención o prisión determina que “[s]e ofrecerá a toda persona detenida o presa un examen médico apropiado con la menor dilación posible después de su ingreso en el lugar de detención o prisión y, posteriormente, esas personas recibirán atención y tratamiento médico cada vez que sea necesario. Esa atención y ese tratamiento serán gratuitos”.

El artículo 5.2 de la Convención Americana establece que “[t]oda persona privada de libertad será tratada con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano”. Al respecto, este Tribunal ha señalado que la falta de atención médica adecuada no satisface los requisitos materiales mínimos de un tratamiento digno conforme a la condición de ser humano en el sentido del artículo 5 de la Convención Americana. Así, la falta de atención médica adecuada a una persona que se encuentra privada de la libertad y bajo custodia del Estado podría considerarse violatoria del artículo 5.1 y 5.2 de la Convención dependiendo de las circunstancias concretas de la persona en particular, tales como su estado de salud o el tipo de dolencia que padece, el lapso transcurrido sin atención, sus efectos físicos y mentales acumulativos y, en algunos casos, el sexo y la edad de la misma, entre otros.

Por otro lado, la Corte reitera que frente a niños, niñas y adolescentes privados de la libertad, el Estado debe asumir una posición especial de garante con mayor cuidado y responsabilidad, y debe tomar medidas especiales orientadas en el principio del interés superior del niño (…). La condición de garante del Estado con respecto al derecho a la integridad personal le obliga a prevenir situaciones que pudieran conducir, por acción u omisión, a la afectación de aquél. En este sentido, el Tribunal recuerda que la Convención sobre los Derechos del Niño reconoce “el derecho del niño al disfrute del más alto nivel posible de salud y a servicios para el tratamiento de las enfermedades y la rehabilitación de la salud”, y compromete a los Estados a esforzarse “por asegurar que ningún niño sea privado de su derecho al disfrute de esos servicios sanitarios”.

En primer lugar, la Corte reitera su jurisprudencia en el sentido de que la prohibición absoluta de la tortura, tanto física como psicológica, pertenece hoy día al dominio del jus cogens internacional (…). Los tratados de alcance universal y regional consagran tal prohibición y el derecho inderogable a no ser sometido a ninguna forma de tortura. Igualmente, numerosos instrumentos internacionales consagran ese derecho y reiteran la misma prohibición, incluso bajo el derecho internacional humanitario.

Ahora bien, para definir lo que a la luz del artículo 5.2 de la Convención Americana debe entenderse como “tortura”, de conformidad con la jurisprudencia de la Corte, se está frente a un acto constitutivo de tortura cuando el maltrato: a) es intencional; b) cause severos sufrimientos físicos o mentales, y c) se cometa con cualquier fin o propósito.

Además, esta Corte ha señalado que la violación del derecho a la integridad física y psíquica de las personas tiene diversas connotaciones de grado y que abarca desde la tortura hasta otro tipo de vejámenes o tratos crueles, inhumanos o degradantes, cuyas secuelas físicas y psíquicas varían de intensidad según factores endógenos y exógenos de la persona (duración de los tratos, edad, sexo, salud, contexto, vulnerabilidad, entre otros) que deberán ser analizados en cada situación concreta. Es decir, las características personales de una supuesta víctima de tortura o tratos crueles, inhumanos o degradantes, deben ser tomadas en cuenta al momento de determinar si la integridad personal fue vulnerada, ya que tales características pueden cambiar la percepción de la realidad del individuo, y por ende, incrementar el sufrimiento y el sentido de humillación cuando son sometidas a ciertos tratamientos.

Por otro lado, la Corte ha señalado que el Estado es responsable, en su condición de garante de los derechos consagrados en la Convención, de la observancia del derecho a la integridad personal de todo individuo que se halla bajo su custodia. Así, este Tribunal reitera que, como responsable de los establecimientos de detención y reclusión, el Estado tiene el deber de salvaguardar la salud y el bienestar de las personas privadas de libertad, y de garantizar que la manera y el método de privación de libertad no excedan el nivel inevitable de sufrimiento inherente a la detención.

Asimismo, la jurisprudencia de este Tribunal ha señalado que siempre que una persona es privada de la libertad en un estado de salud normal y posteriormente aparece con afectaciones a su salud, corresponde al Estado proveer una explicación satisfactoria y convincente de esa situación y desvirtuar las alegaciones sobre su responsabilidad, mediante elementos probatorios adecuados. En circunstancias como las del presente caso, la falta de tal explicación lleva a la presunción de responsabilidad estatal por las lesiones que exhibe una persona que ha estado bajo la custodia de agentes estatales.

La Corte ha señalado que del artículo 8 de la Convención Americana se desprende que las víctimas de violaciones de derechos humanos, o sus familiares, deben contar con amplias posibilidades de ser oídos y actuar en los respectivos procesos, tanto en procura del esclarecimiento de los hechos y del castigo de los responsables, como en la búsqueda de una debida reparación. Asimismo, la Corte ha considerado que los Estados tienen la obligación de proveer recursos judiciales efectivos a las personas que aleguen ser víctimas de violaciones de derechos humanos (artículo 25), recursos que deben ser sustanciados de conformidad con las reglas del debido proceso legal (artículo 8.1), todo ello dentro de la obligación general, a cargo de los mismos Estados, de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos reconocidos por la Convención a toda persona que se encuentre bajo su jurisdicción (artículo 1.1). Asimismo, el Tribunal ha señalado que la obligación de investigar y el correspondiente derecho de la presunta víctima o de los familiares no sólo se desprenden de las normas convencionales de derecho internacional, imperativas para los Estados Parte, sino que además deriva de la legislación interna que hace referencia al deber de investigar de oficio ciertas conductas ilícitas y a las normas que permiten que las víctimas o sus familiares denuncien o presenten querellas, pruebas, peticiones o cualquier otra diligencia, con la finalidad de participar procesalmente en la investigación penal con la pretensión de establecer la verdad de los hechos.

A la luz de ese deber, cuando se trata de la investigación de la muerte de una persona que se encontraba bajo custodia del Estado, como en el presente caso, las autoridades correspondientes tienen el deber de iniciar ex officio y sin dilación, una investigación seria, imparcial y efectiva. Esta investigación debe ser realizada a través de todos los medios legales disponibles para la determinación de la verdad y la investigación, enjuiciamiento y castigo de todos los responsables de los hechos, especialmente cuando están o puedan estar involucrados agentes estatales. Es pertinente destacar que el deber de investigar es una obligación de medios, y no de resultados. Sin embargo, la Corte reitera que éste debe ser asumida por el Estado como un deber jurídico propio y no como una simple formalidad condenada de antemano a ser infructuosa, o como una mera gestión de intereses particulares, que dependa de la iniciativa procesal de las víctimas o de sus familiares o de la aportación privada de elementos probatorios.

La Corte ha establecido que el Estado es responsable, en su condición de garante de los derechos consagrados en la Convención, de la observancia de los derechos a la vida y a la integridad personal de todo individuo que se halla bajo su custodia. Al respecto, puede considerarse responsable al Estado por la muerte de una persona que ha estado bajo la custodia de agentes estatales cuando las autoridades no han realizado una investigación seria de los hechos seguida del procesamiento de los responsables. En tal sentido, recae en el Estado la obligación de proveer una explicación inmediata, satisfactoria y convincente de lo sucedido a una persona que se encontraba bajo su custodia, y desvirtuar las alegaciones sobre su responsabilidad, mediante elementos probatorios adecuados.

Por otro lado, este Tribunal ha afirmado que el procedimiento de la jurisdicción disciplinaria puede ser valorado en tanto coadyuve al esclarecimiento de los hechos y sus decisiones son relevantes en cuanto al valor simbólico del mensaje de reproche que puede significar este tipo de sanciones a lo interno de las penitenciarías estatales. Sin embargo, dada la naturaleza de su competencia, el objeto de estas investigaciones se circunscribe únicamente a la determinación de las responsabilidades individuales de carácter disciplinario que recaen sobre funcionarios estatales. En este sentido, la determinación de responsabilidad penal y/o administrativa poseen, cada una, sus propias reglas sustantivas y procesales. Por ende, la falta de determinación de responsabilidad penal no debe impedir que se continúe con la averiguación de otros tipos de responsabilidades, tales como la administrativa.

Esta Corte ha señalado que, de conformidad con el artículo 1.1 de la Convención Americana, la obligación de garantizar los derechos reconocidos en los artículos 5.1 y 5.2 de la Convención Americana implica el deber del Estado de investigar posibles actos de tortura u otros tratos crueles, inhumanos o degradantes. Esta obligación de investigar se ve reforzada por lo dispuesto en los artículos 1, 6 y 8 de la Convención contra la Tortura, que obligan al Estado a “tomar[…] medidas efectivas para prevenir y sancionar la tortura en el ámbito de su jurisdicción”, así como a “prevenir y sancionar […] otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes”. Además, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 8 de esta Convención, los Estados Parte garantizarán: […] a toda persona que denuncie haber sido sometida a tortura en el ámbito de su jurisdicción el derecho a que el caso sea examinado imparcialmente[, y] [c]uando exista denuncia o razón fundada para creer que se ha cometido un acto de tortura en el ámbito de su jurisdicción, […] que sus respectivas autoridades procederán de oficio y de inmediato a realizar una investigación sobre el caso y a iniciar, cuando corresponda, el respectivo proceso penal. […]

Al respecto, esta Corte reitera que en todo caso en que existan indicios de la ocurrencia de tortura, el Estado debe iniciar de oficio y de inmediato una investigación imparcial, independiente y minuciosa que permita determinar la naturaleza y el origen de las lesiones advertidas, identificar a los responsables e iniciar su procesamiento. Es indispensable que el Estado actúe con diligencia para evitar alegados actos de tortura o tratos crueles, inhumanos y degradantes, tomando en cuenta, por otra parte, que la víctima suele abstenerse, por temor, de denunciar los hechos, sobre todo cuando ésta se encuentra privada de la libertad bajo la custodia del Estado. Asimismo, a las autoridades judiciales corresponde el deber de garantizar los derechos de la persona privada de la libertad, lo que implica la obtención y el aseguramiento de toda prueba que pueda acreditar alegados actos de tortura.

El artículo 8.2 de la Convención contempla la protección de garantías mínimas a favor de “[t]oda persona inculpada de delito”. La Corte entiende que el artículo 8.2 se refiere, en términos generales, a las garantías mínimas de una persona que es sometida a una investigación y proceso penal. Esas garantías mínimas deben ser protegidas dentro del contexto de las distintas etapas del proceso penal, que abarca la investigación, acusación, juzgamiento y condena. En el último inciso en que expone esas garantías, es decir, el h), se refiere al “derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior”. Se trata de una garantía del individuo frente al Estado y no solamente una guía que oriente el diseño de los sistemas de impugnación en los ordenamientos jurídicos de los Estados Partes de la Convención.

El Tribunal ha señalado que el derecho de recurrir del fallo es una garantía primordial que se debe respetar en el marco del debido proceso legal, en aras de permitir que una sentencia adversa pueda ser revisada por un juez o tribunal distinto y de superior jerarquía orgánica. La doble conformidad judicial, expresada mediante el acceso a un recurso que otorgue la posibilidad de una revisión íntegra del fallo condenatorio, confirma el fundamento y otorga mayor credibilidad al acto jurisdiccional del Estado, y al mismo tiempo brinda mayor seguridad y tutela a los derechos del condenado. Asimismo, la Corte ha indicado que, lo importante es que el recurso garantice la posibilidad de un examen integral de la decisión recurrida.

El derecho de impugnar el fallo busca proteger el derecho de defensa, en la medida en que otorga la posibilidad de interponer un recurso para evitar que quede firme una decisión adoptada en un procedimiento viciado y que contiene errores que ocasionarán un perjuicio indebido a los intereses de una persona.

La Corte ha sostenido que el artículo 8.2.h de la Convención se refiere a un recurso ordinario accesible y eficaz. Ello supone que debe ser garantizado antes de que la sentencia adquiera la calidad de cosa juzgada. La eficacia del recurso implica que debe procurar resultados o respuestas al fin para el cual fue concebido. Asimismo, el recurso debe ser accesible, esto es, que no debe requerir mayores complejidades que tornen ilusorio este derecho. En ese sentido, la Corte estima que las formalidades requeridas para que el recurso sea admitido deben ser mínimas y no deben constituir un obstáculo para que el recurso cumpla con su fin de examinar y resolver los agravios sustentados por el recurrente.

Debe entenderse que, independientemente del régimen o sistema recursivo que adopten los Estados Parte y de la denominación que den al medio de impugnación de la sentencia condenatoria, para que éste sea eficaz debe constituir un medio adecuado para procurar la corrección de una condena errónea. Ello requiere que pueda analizar las cuestiones fácticas, probatorias y jurídicas en que se basa la sentencia impugnada, puesto que en la actividad jurisdiccional existe una interdependencia entre las determinaciones fácticas y la aplicación del derecho, de forma tal que una errónea determinación de los hechos implica una errada o indebida aplicación del derecho. Consecuentemente, las causales de procedencia del recurso deben posibilitar un control amplio de los aspectos impugnados de la sentencia condenatoria.

Además, el Tribunal considera que, en la regulación que los Estados desarrollen en sus respectivos regímenes recursivos, deben asegurar que dicho recurso contra la sentencia condenatoria respete las garantías procesales mínimas que, bajo el artículo 8 de la Convención, resulten relevantes y necesarias para resolver los agravios planteados por el recurrente, lo cual no implica que deba realizarse un nuevo juicio.

En el caso específico, la Corte también considera conveniente resaltar que el derecho de recurrir del fallo también se encuentra previsto en la Convención sobre los Derechos del Niño. El artículo 40.2.b.v señala que: “a todo niño del que se alegue que ha infringido las leyes penales o a quien se acuse de haber infringido esas leyes se le garantice, por lo menos, lo siguiente: […] que esta decisión y toda medida impuesta a consecuencia de ella, serán sometidas a una autoridad u órgano judicial superior competente, independiente e imparcial, conforme a la ley”. Al respecto, el Comité de los Derechos del Niño ha interpretado que conforme a esta disposición “[e]l niño tiene derecho a apelar contra la decisión por la que se le declare culpable de los cargos formulados contra él y las medidas impuestas como consecuencia del veredicto de culpabilidad. Compete resolver esta apelación a una autoridad u órgano judicial superior competente, independiente e imparcial, en otras palabras, un órgano que satisfaga las mismas normas y requisitos que el que conoció del caso en primera instancia”. Asimismo, también ha estimado que este derecho “no se limita a los delitos más graves”. Por lo tanto, el derecho de recurrir del fallo adquiere una relevancia especial tratándose de la determinación de los derechos de los niños, particularmente, cuando han sido condenados a penas privativas de libertad por la comisión de delitos.

Al respecto, el artículo 8.2, incisos d) y e) de la Convención Americana contempla el derecho de toda persona inculpada de un delito a defenderse personalmente o a ser asistido por un defensor de su elección o por un defensor proporcionado por el Estado si el inculpado no se defendiere por sí mismo ni nombrare defensor dentro del plazo establecido por la ley. De dicha disposición no se desprende expresamente que, contando con un abogado defensor, toda decisión recaída a los recursos interpuestos por éste deba también ser notificada personalmente a los inculpados. En ese sentido, la representante alegó que dicho derecho se desprende de un pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (…). Sin embargo, ni la Comisión ni la representante explicaron de qué manera el fallo del año 2004 que, por consiguiente, es posterior a los hechos analizados, podría llegar a tomarse en consideración por este Tribunal para resolver la cuestión planteada. Por lo tanto, la Corte no tiene elementos para pronunciarse sobre la supuesta violación de los derechos reconocidos en los artículos 8.2, incisos d) y e), en relación con los artículos 1.1 y 19 de la Convención Americana, en perjuicio de César Alberto Mendoza y Saúl Cristian Roldán Cajal.

El Tribunal ha establecido que el artículo 2 (Deber de Adoptar Disposiciones de Derecho Interno) de la Convención Americana contempla el deber general de los Estados Partes de adecuar su derecho interno a las disposiciones de la misma para garantizar los derechos en ella consagrados. Este deber implica la adopción de medidas en dos vertientes. Por una parte, la supresión de las normas y prácticas de cualquier naturaleza que entrañen violación a las garantías previstas en la Convención. Por otra, la expedición de normas y el desarrollo de prácticas conducentes a la efectiva observancia de dichas garantías.

Al respecto, en esta Sentencia ya se mencionó que la Ley 22.278 aplicada en el presente caso, la cual data de la época de la dictadura argentina, regula algunos aspectos relativos a la imputación de responsabilidad penal a los niños y a las medidas que el juez puede adoptar antes y después de dicha imputación, incluyendo la posibilidad de la imposición de una sanción penal. Sin embargo, la determinación de las penas, su graduación y la tipificación de los delitos se encuentran reguladas en el Código Penal de la Nación, el cual es igualmente aplicable a los adultos infractores. El sistema previsto por el artículo 4 de la Ley 22.278 (….) deja un amplio margen de arbitrio al juez para determinar las consecuencias jurídicas de la comisión de un delito por personas menores de 18 años, tomando como base no sólo el delito, sino también otros aspectos como “los antecedentes del menor, el resultado del tratamiento tutelar y la impresión directa recogida por el juez”. Asimismo, de la redacción del párrafo 3 del artículo 4 de la Ley 22.278 se desprende que los jueces pueden imponer a los niños las mismas penas previstas para los adultos, incluyendo la privación de la libertad, contempladas en el Código Penal de la Nación, como sucedió en el presente caso. De lo anterior, la Corte estima que la consideración de otros elementos más allá del delito cometido, así como la posibilidad de imponer a niños sanciones penales previstas para adultos, son contrarias al principio de proporcionalidad de la sanción penal a niños, en los términos ya establecidos en esta Sentencia (…).

La Corte destaca igualmente que al momento de los hechos el artículo 13 del Código Penal de la Nación contemplaba la libertad condicional para las personas sancionadas con prisión y reclusión perpetuas, luego de cumplidos 20 años de condena (…). Al respecto, como ya lo estableció el Tribunal en esta Sentencia, dichas sanciones son contrarias a la Convención, ya que este período fijo luego del cual podría solicitarse la excarcelación no toma en cuenta las circunstancias de cada niño, las cuales se van actualizando con el transcurso del tiempo y, en cualquier momento, podrían demostrar un progreso que posibilitaría su reintegración en la sociedad. Adicionalmente, el período previsto por el artículo 13 mencionado no cumple con el estándar de revisión periódica de la pena privativa de libertad (…). Todo lo contrario, es un plazo abiertamente desproporcionado para que los niños puedan solicitar, por primera vez, la libertad, y puedan reintegrarse a la sociedad, pues los niños son obligados a permanecer más tiempo privados de la libertad, es decir 20 años, con el fin de poder solicitar su eventual libertad, que el tiempo vivido antes de la comisión de los delitos y de la imposición de la pena, tomando en cuenta que en Argentina las personas mayores de 16 años y menores de 18 años son imputables, conforme al artículo 2 de la Ley 22.278 (…).

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